Valérie Robin Azevedo on her book, Los Silencios de la guerra

https://lasiniestraensayos.com/libro/los-silencios-de-la-guerra-memorias-y-conflicto-armado-en-ayacucho-peru/

Interview (and translation) by Emily Fjaellon Thompson

English version below

Emily Fjaellon Thompson: Usted ha tenido un par de años muy prolíficos. En 2021, La Siniestra publicó la traducción al castellano (hecha por Alberto Gálvez Olaechea) de su libro Los silencios de la guerra: Memoria y conflicto armado en Ayacucho, Perú. Igualmente, en el mismo año, la Universidad de los Andes (Bogotá) y el Instituto Francés de Estudios Andinos (Lima) publicaron el libro Retorno de cuerpos, recorrido de almas: Exhumaciones y duelo colectivo en América Latina y España, proyecto colectivo que coordinó junto con Anne Marie Losonczy. Pensando tanto en el caso de Perú como de manera más amplia en otros países con experiencias de violencia políticas, ¿podría contarme más sobre las posibilidades de reflexionar o analizar el exceso discursivo de pasados traumáticos que menciona en sus libros?

Valérie Robin Azevedo: Esta investigación se basa en las voces de actoras y actores quechuas de las comunidades campesinas de Ocros y Huancapi (Ayacucho). Con Los silencios de la guerra busqué hurgar en las huellas del conflicto armado que enlutó al Perú a fines del siglo XX, y cuyos fantasmas siguen resurgiendo cada cierto tiempo. En este contexto de supuesto “posconflicto”, busqué entender cómo se construyen hoy las memorias de la guerra y también qué se silencia del pasado. Me interesé en lo que se muestra de la violencia, cómo y qué se escenifica en las conmemoraciones y celebraciones así como en las narraciones. También quise indagar sobre lo que a su vez ocultan estas lecturas forzosamente parciales del pasado. Este trabajo constituye por lo tanto también una etnografía de lo no dicho en la cual los secretos relacionados a la guerra con Sendero Luminoso, se trenzan entre disimulo y revelación, cual filigrana. Las dinámicas analizadas en este libro son a menudo apenas visibles en el espacio público nacional, pese a que esclarecen la pluralidad de los procesos de memoria vigentes en la sociedad peruana. Me interesé entonces en las formas inéditas, podríamos decir incluso inusuales para los sectores urbanos, mediante las cuales se rememora el periodo del conflicto armado, cuando el recuerdo se organiza recurriendo a elementos culturales locales, sea en base a fiestas patronales o carnavales, a la creación musical o los bailes, o incluso recurriendo a los sueños, visiones y apariciones de un santo milagroso y protector. Lo más importante que quizá podamos destacar finalmente de estas modalidades plurales del recordar, tanto en el accionar conmemorativo como en las narraciones y sus arreglos, es que son reveladoras de las encrucijadas en el intento de una convivencia pacífica luego de culminar la guerra. Y ofrecen vías alternativas al modelo de justicia transicional para proyectarse hacia el futuro contribuyendo a la elaboración de una verdadera mitología colectiva, ya no de fundación sino de refundación del grupo social. Esta mitología y estos rituales donde confluye la memoria no pueden reducirse a un tema de “creencias” o de “costumbres”, como algunos los ven, sino que participan más bien de la reconstrucción de lazos sociales dañados por la guerra fratricida que azotó al Perú durante la guerra y cuyas secuelas se siguen rastreando hasta el día de hoy. Por eso los procesos locales de micro-reconciliación posconflicto analizados aquí, como los trabajados a inicios de la década del 2000 por Jefrey Gamarra y Kimberly Theidon, son elementos claves a los que, tanto los actores estatales como los organismos de derechos humanos involucrados en la implementación de las políticas de reparaciones, deberían prestar más atención. Pues la significación de estas memorias, digamos alternativas y no literales, permiten pensar otras vías para la recuperación colectiva de sociedades de posguerra, paralelamente a un modelo uniformizado y globalizado de la justicia transicional que se impone de arriba para abajo (top down) […]

Emily Fjaellon Thompson: Usted identifica la época después del conflicto armado interno como una de “la efervescencia de la memoria” (47). En América Latina en general, esto también se ha denominado un “boom” de la memoria. En las casi dos décadas desde la presentación del informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, ¿cómo ha cambiado esta “efervescencia”? ¿Usted cree que ha pasado el boom de la memoria? Y si es así, ¿qué viene después?

Valérie Robin Azevedo: La otra cara de este boom de la memoria, fenómeno globalizado con auge en los años 2000, ha sido paradójicamente – o quizá no sea tan paradójico –, una “saturación” de la memoria, como lo analizó la filósofa Régine Robin sobre ciertos usos instrumentales de la memoria de la Shoah que pudieron acabar opacando el evento mismo y sus llagas. En el Perú, luego de la dictadura fujimorista que impuso una “memoria salvadora” (Degregori) asociada a la “lucha antiterrorista” militarista, hubo un período de apertura, de mirada crítica y constructiva, hacia el pasado, a raíz del trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), entre 2001 y 2003. La CVR propició la expresión de historias disímiles con una visión mucho más compleja de lo ocurrido en los Andes donde un conflicto fratricidio se superpuso al conflicto político. Se logró que voces hasta entonces silenciadas pudieran expresar su versión del conflicto armado, con sus zonas grises así como las secuelas pendientes en cuanto a violaciones a los DDHH ; a menudo calladas o sencillamente olvidadas porque atañían a un sector de la población históricamente discriminado, de provincianos, campesinos e indígenas, o sea considerados ciudadanos de segunda categoría.

Pero la apertura hacia una mirada menos maniquea del pasado después del trabajo de la CVR fue cerrándose en los años siguientes y hoy en día, a casi dos décadas de la entrega del Informe final de la CVR, el retroceso es brutal. Podemos hablar de “un pasado que no pasa” (Rousso) en el sentido de que la memoria del conflicto armado interno no solo no está apaciguada sino que resurge de forma episódica y sobre todo está siendo instrumentalizada de manera insoportable y poco respetuosa del sufrimiento de los que padecieron el conflicto en carne propia. Vivimos en cierta medida una era de “postverdad”, alimentada por los medios de comunicación (concentrados a mano de un principal consorcio) y políticos de derecha y extrema derecha, lo que resulta preocupante respecto del proceso de democratización de la sociedad peruana posterior al final de la guerra. La alusión histerizada a este pasado de violencia sirve ante todo para desacreditar al contrincante en el escenario público actual, mediante la acusación infame de “terrorista”, o “terruco, en la jerga local, y que se ha venido calificando de “terruqueo” en el Perú […] El boom de la memoria de inicios de los 2000 se volvió dos décadas después en el auge de la memoria tergiversada que sirve en realidad para fortalecer una legislación antiterrorista cada vez más dura y cada vez menos basada en el accionar violento concreto sino en la represión de ideas, enmarcada en el delito de “afiliación al terrorismo”. Eso es preocupante no solo para la democracia peruana sino porque solo contribuye a legitimar la idea enarbolada por algunos de vivir una persecución política.

Emily Fjaellon Thompson: Me llamaron mucho la atención dos intervenciones que hace usted que empujan contra categorías rígidas. Primero, complica la idea del retrato normativo de una víctima “inocente” o “aceptable”. Este pensamiento es especialmente relevante con la jerga de las ONGs, las políticas de reparación y los discursos transnacionales de derechos humanos.

Valérie Robin Azevedo: El problema de estas categorías es su uso rígido y normativo que encierra a los individuos en un formato preestablecido y borra la complejidad de las experiencias vividas y de las identificaciones reduciendo la historia a binarismos simplistas. Pero recordemos que la CVR, para evitar ser tachada de “pro terrorista”, abogó por la categoría de “víctima inocente”; es decir, una víctima que se encontraba “entre dos fuegos”, lo cual ocurrió en ciertos casos aunque no siempre fue así. Este estereotipo indujo una despolitización de las afiliaciones ideológicas de las personas durante el conflicto armado y un uso estratégico de la figura de “víctima inocente” por los propios actores para no ser estigmatizados y poder recibir reparaciones. Es a raíz de la CVR que se fortalece la idea de una víctima que debe ser “pura” e “inocente” . La construcción de este prototipo de víctima emergió en un contexto de negociación política para poder implementar las reparaciones y tuvieron que sacrificarse temas claves de los DDHH; como el artículo 4 de la Ley de reparaciones que excluye a los miembros de las organizaciones subversivas y por lo tanto a sus deudos de poder contar con una reparación estatal. Eso rastrea como resultado que alguien ejecutado extrajudicialmente por agentes del Estado pero miembro de Sendero Luminoso o del MRTA no es legalmente una víctima. La imposición de la controvertida doctrina de “manos limpias” (Guillerot y Magarell) hizo que si una persona no podía demostrar su total inocencia no podía ser considerada víctima; lo que se opone al Derecho Humanitario Internacional, dicho sea de paso. Así la figura opuesta a la “víctima inocente” es precisamente el “terruco”. A más de dos décadas del fin oficial del conflicto, en el 2000, las disputas que rodean el uso y la instrumentalización de las categorías de ‘víctima’, ‘héroe’ o ‘perpetrador’ – el ‘terrorista’ o ‘terruco’ – aún ejercen un poder performativo fundamental sobre el destino de muchos ciudadanos.

En el libro enfatizo el hecho de que los senderistas son un producto de las contradicciones y desigualdades de la sociedad peruana y no personas oriundas de otro planeta, digamos. Sin duda estaban equivocados y su radicalismo es indudable, pero lo cierto es que muchos en Perú fueron inicialmente seducidos por su mensaje revolucionario; esto no significa negar las atrocidades cometidas en nombre de su ideología. Pero la performatividad del discurso sobre el “terrorismo” y el “terruqueo” genera la imposibilidad de pensar de manera distanciada y racional sobre la violencia propia y sobre la violencia de estado, como recalcó para otro contexto Talal Asad en su libro On suicide Bombing (2007). Llama también la atención que los miembros de la cúpula senderista estén en la cárcel, y que se los siga enjuiciando, pero que la mayoría de los militares responsables de atrocidades contra civiles sigan libres. Esto se extiende también a otros ámbitos como en la legislación “antiterrorista” cada vez más rígida y que se quiere aplicar a casos cada vez más numerosos; que puede llevar al encarcelamiento sin pruebas materiales y con penas de reclusión de hasta 25 años. Hay una doble moral porque solo se persigue un sector mientras el otro beneficia de la impunidad. […] Entiendo que el silencio de los organismos de defensa de los DDHH se justifica por querer seguir actuando y no ser terruqueados, no recibir amenazas o incluso ser enjuiciados. Pero al mismo tiempo es una derrota y un retroceso difícil de revertir. Piensan que evitando asumir la defensa de casos controvertidos los dejarán actuar, pero creo que es un error porque igual los van a seguir terruqueando. Me temo que esta autocensura haga que la lucha contra la impunidad se restrinja cada vez más en un contexto en el que las ideas antidemocráticas y la extrema derecha van ganando presencia y legitimidad en el espacio público peruano – ¡Bueno, como vemos que también está ocurriendo en Europa y EEUU! Con el terruqueo, no solamente se acaba deshumanizando al otro, al vencido, ex combatiente de Sendero Luminoso o el MRTA, sino a sus familiares, que acaban excluidos de la comunidad nacional, “des-ciudadanizados”, “desperuanizados” […] Hay que sacarse los anteojos limeños además. En Ayacucho hay una conciencia fuerte de cómo se está manipulando el cuco del terrorismo y el dolor de esa gente. Allí nadie olvida tampoco las tremendas masacres perpetradas no solo por Sendero Luminoso sino por las Fuerzas armadas.

Emily Fjaellon Thompson: En segundo lugar, identifica una dicotomía aún presente entre “el Perú profundo” (encarnado por los Andes) y el “Perú oficial” (encarnado por la capital costeña, Lima) (91).” Usted propone que gran parte de la antropología del siglo XX cae en esta categorización de “lo andino” como un monolito. También advierte contra el impulso opuesto, “desestimando cualquier cultura específica y descuidando las representaciones, los saberes y las prácticas sociales y religiosas características de esta región” (121). ¿Cómo podría el lente de la antropología complicar estos binarios? ¿Cómo ve su propio trabajo interviniendo en estas conversaciones?

Valérie Robin Azevedo: El conflicto armado interno fue, en efecto, un importante punto de inflexión epistemológica en cuanto a la manera de pensar y hacer la antropología en el Perú en el siglo XX; y eso tanto para la investigación universitaria nacional como internacional. Frente a este nuevo objeto de pesquisa –la guerra– que se impone en los años 1980, los paradigmas estructuralistas y culturalistas aplicados al estudio del “mundo andino” –centrados en lo religioso y más específicamente en la búsqueda de un milenarismo–, resultaron incapaces de analizar los acelerados y masivos cambios sociales que estaba viviendo el conjunto de la sociedad nacional y especialmente el campesinado desde los años 1960. Incapaces de analizar el conflicto armado interno, estos modelos teóricos fueron criticados hasta que, a inicios de los 90, surgió la crítica del “andinismo” en el marco del “deconstruccionismo” posmoderno estadunidense entonces en boga. Estallaron acalorados debates dentro de la comunidad académica de los antropólogos peruanistas. Recién a fines de los 90 y en los 2000, el retorno a los métodos eficaces de etnografía se hizo otra vez posible gracias al regreso al campo; implicó nuevos acercamientos y ofreció ricas perspectivas para renovar los temas y enfoques reflexivos de la antropología en los Andes. En el Perú, el “problema indígena” – preocupación de las reflexiones sobre la construcción de la identidad nacional desde el siglo XIX – resurgió en el contexto de la guerra, incluso cuando cierta mirada antropológica que oponía el “Occidente” y “los Andes” se hacía insostenible. El papel asignado a la antropología como disciplina que estudia las dimensiones “tradicionales” de la “cultura andina” finalmente cambió, luego de un largo proceso de conversión (Sandoval). Con la difusión de trabajos de campo de larga duración, la antropología andina en el nuevo milenio se renovó respecto de las ilusiones de un mundo andino” fantaseado, libre del esencialismo y también del posmodernismo […].

[…] Entonces, la idea es no caer en los extremos, ni la visión culturalista, utópica y que fantasea más que lee el mundo andino, ni la postura postmodernista deconstruccionista, aleccionadora desde su palestra, pero que no hace trabajo de campo o presta poca atención a lo que hacen y dicen los actores y resulta a fin de cuentas ciego a los procesos socioculturales internos que estructuran la vida social en concreto. En el ámbito del trabajo de la CVR, ciertas memorias de la guerra, demasiado alejadas del uso judicial y político que podía hacerse de ellas, fueron a menudo descuidadas por el personal enviado entonces a recoger testimonios. Las narraciones que reinterpretan el pasado en términos culturales, no pudieron acceder a la visibilidad ni obtener el mismo reconocimiento que los testimonios considerados más “verídicos” de los eventos pasados […] A partir de la segunda mitad de los años 2000 algunas de las memorias del conflicto, descabelladas desde la perspectiva judicial o de los defensores de los derechos humanos, empezaron a ser vistas como producciones valiosas que permitían comprender, de manera diferente, la forma en que las poblaciones andinas miran su pasado y logran reintegrarlo en una experiencia que tiene sentido para ellos. Y allí la antropología juega un papel clave. Por ejemplo, el bellísimo estudio de Arianna Cecconi sobre el papel de los sueños en el recordar el conflicto armado puso de relieve el uso de la experiencia onírica como modalidad cultural para la gestión del duelo, en el contexto andino donde los sueños y sus interpretaciones constituyen una actividad social importante y valorizada. Si algunos pobladores siguen sufriendo las secuelas de la guerra, el sueño donde “reciben la visita” de las almas de sus difuntos también constituye un soporte que permite apaciguarlos. Por mi parte, indagué sobre el sentido de los recuerdos de la guerra en base a relatos sobre las apariciones milagrosas y el papel heroico del santo patrón de Huancapi, presentado por sus devotos como el protector de los pueblerinos durante la guerra.

Entonces, hago mía la crítica sobre la interpretación culturalista del mundo andino y las posturas ultra-relativistas […] Sin embargo, la “deconstrucción” posmoderna plantea otros problemas. Si bien tuvo el mérito de seguir un enfoque reflexivo de la práctica de la antropología, corría el riesgo de tener efectos paralizantes para futuras investigaciones, ofreciendo pocas alternativas concretas.  Aun teniendo en cuenta las críticas postmodernas respecto de la “autoridad etnográfica”, ahora que las investigaciones etnográficas son de nuevo posibles, es clave volver a los estudios de campo. Por lo tanto, si bien es importante no adoptar un enfoque que otorgue un valor sobredimensionado a la “cultura andina” también debemos evitar caer en el extremo opuesto, desestimando cualquier especificidad cultural y descuidando las representaciones, los saberes y las prácticas sociales y religiosas características de esta región. Es precisamente lo que intenté hacer en mi trabajo sobre las memorias campesinas en Ayacucho.

English versión

Emily Fjaellon Thompson: You have had a very prolific couple of years. In 2021, La Siniestra published the Spanish translation (by Alberto Gálvez Olaechea) of your book Los silencios de la guerra: Memoria y conflicto armado en Ayacucho, Perú. In the same year, the Universidad de los Andes (Bogotá) and the French Institute of Andean Studies (Lima) published Retorno de cuerpos, recorrido de almas: Exhumaciones y duelo colectivo en América Latina y España, a collective project co-edited with Anne Marie Losonczy. Thinking about Peru and in terms of experiences of political violence more broadly, can you reflect a bit more on the discursive excess of traumatic pasts that you mention in your books?

Valérie Robin Azevedo: This research is based on the voices of Quechua actors from the peasant communities of Ocros and Huancapi in Ayacucho, Perú. With Los silencios de la guerra I explored the traces of the armed conflict that plunged Peru into mourning at the end of the 20th century, and whose ghosts continue to resurface. In this supposedly “post-conflict” context, I sought to understand both how memories of the war are constructed today and what gets silenced by the past. I was interested in the ways violence is shown through commemorations and celebrations as well as narratives. I also wanted to investigate what these necessarily partial readings of the past hide. This work therefore also constitutes an ethnography of the unsaid, where secrets related to the war are interwoven; both disguised and revealed. Despite the fact that they illuminate the plurality of valid memory processes in Peruvian society, the dynamics analyzed in this book are often barely visible in the national public sphere. I became interested in the unedited ways the armed conflict is recalled; when memory is arranged according to local cultural elements like patron saint festivities or carnivals, music, and dances. Here, this includes considering dreams, visions, and apparitions of a miraculous and protective saint. Perhaps the most important thing that we can ultimately highlight about these plural modalities of remembering, both in commemorative actions and in narratives, is that they reveal an impasse of a peaceful coexistence after the end of the war. And they offer alternatives other than the model of transitional justice by contributing to the elaboration of a truly collective mythology; not only the founding but also the “refounding” of social groups. This mythology and these rituals where memory converges cannot be reduced to a theme of “beliefs” or “customs”, as some see them. Rather, they participate in the reconstruction of social ties that were damaged by Peru’s fratricidal war and whose aftermath continues to this day. That is why local post-conflict micro-reconciliation processes (such as those from the early 2000s by Jefrey Gamarra and Kimberly Theidon) are key. Both state actors and human rights organizations who are involved in the implementation of reparations policies should pay more attention to them. The meanings of these memories, let’s say alternative and not literal, allow us to think of other methods of collective recovery in post-war societies, parallel to the standardized and globalized top-down model of transitional justice.

Emily Fjaellon Thompson: You identify the time after the internal armed conflict as an epoch of “la efervescencia de la memoria” (the effervescence of memory) (47). In Latin America in general, this has also been referred to as a memory “boom.” How has this “effervescence” changed in the nearly two decades since the Truth and Reconciliation Commission’s final report? Do you think the memory boom has passed? And if so, what comes next?

Valérie Robin Azevedo: The other side of this memory boom, a globalized phenomenon that peaked in the 2000s, has been paradoxically – or perhaps not so paradoxically – a “saturation” of memory. This has been analyzed by the philosopher Régine Robin in terms of certain instrumental uses of the memory of the Shoah that potentially overshadow the actual event and its resulting wounds. In Peru, after the Fujimori dictatorship imposed a “saving/salvage memory” (Degregori) associated with the militaristic “anti-terrorist fight”, there was a period of openness towards the past, both critical and constructive, as a result of the work of the Truth and Reconciliation Commission (CVR) between 2001 and 2003. The CVR encouraged the expression of disparate stories with a much more complex vision of what happened in the Andes, where a fratricidal conflict was superimposed on a political conflict. Voices that had been silenced until then were able to express their version of the armed conflict, with gray zones and the pending consequences of  human rights violations. These were often silenced or simply forgotten because they concerned a historically discriminated sector of the population, peasants and Indigenous people, that is, those considered second-class citizens.

But the opening of a less Manichean view of the past after the work of the CVR was already closing in the following years and today the setback is brutal. We can speak of “a past that does not pass” (Rousso) in the sense that the memory of the internal armed conflict is not pacified but resurfaces episodically. Above all, the suffering of those who endured the conflict in their own flesh is being exploited in an unbearable and disrespectful way. To a certain extent we live in a “post-truth” era fed by the media and right-wing and extreme right-wing politicians, which is worrying in terms of Peru’s democratization process after the war. The hysterical allusion to this violent past serves above all to discredit political opponents through the infamous accusation of “terrorist”, or “terruco”, in local jargon  […] Two decades later, the memory boom of the early 2000s has turned into a rise of distorted memory that serves to strengthen increasingly harsh anti-terrorist legislation. It is less and less based on concrete violent actions but rather on the repression of ideas, framed as the crime of “affiliation to terrorism”. […]

Emily Fjaellon Thompson: I was especially struck by two interventions you make that push against rigid boundaries. First, you complicate the idea of the normative portrait of an supposedly innocent or acceptable victim. This is especially relevant thinking with non-profit jargon, politics of reparations, and transnational human rights discourses.

Valérie Robin Azevedo: The problem with these categories is their rigid and normative use that encloses individuals in a pre-established format and erases the complexity of lived experiences and identifications, reducing history to simplistic binaries. But let us remember that to avoid being branded as “pro-terrorist”, the CVR advocated for the category of “innocent victim”; that is, a victim who was “between two fires”, which did occur in certain cases, but not always. This stereotype induced a depoliticization of people’s ideological affiliations during the armed conflict and actors themselves employed a strategic use of the “innocent victim” figure in order to not be stigmatized and be able to receive reparations. The idea of ​​a victim who must be “pure” and “innocent” is therefore strengthened as a result of the CVR. The construction of this victim prototype emerged in the context of political negotiations to implement reparations. Key human rights issues were sacrificed, such as article 4 of the Reparations Law, which excludes members of subversive organizations and therefore their relatives from being able to claim state reparations. As a result, someone extrajudicially executed by State agents but a member of Sendero Luminoso or the MRTA is not legally a victim. The imposition of the controversial “clean hands” doctrine (Guillerot and Magarell) meant that if a person could not prove their total innocence, they could not be considered a victim (which is in opposition to International Humanitarian Law, by the way). Thus, the opposite of the “innocent victim” is the “terruco”. More than two decades after the official end of the conflict in 2000, the disputes surrounding the use and instrumentalization of the categories of ‘victim’, ‘hero’ or ‘perpetrator’ – the ‘terrorist’ or ‘terruco’ – still exercise a fundamental performative power over the destiny of many citizens.

In the book I emphasize the fact that Senderistas are a product of the contradictions and inequalities of Peruvian society, not people from another planet, so to speak. No doubt they were wrong and their radicalism was unquestionable, but the truth is that many people in Peru were initially seduced by their revolutionary message. This doesn’t mean to deny the atrocities committed in the name of their ideology. But the performativity of discourse on “terrorism” and “terruqueo” generates the impossibility of thinking in a distanced and rational way about one’s own violence and about state violence, as Talal Asad emphasized in another context in his book On Suicide Bombing ( 2007). It is also noteworthy that the leaders of the Shining Path are in jail and continue to be prosecuted while most of the soldiers responsible for atrocities against civilians remain free. This also extends to other areas such as increasingly rigid “anti-terrorist” legislation, which is applied to more and more cases and can lead to imprisonment without material evidence for up to 25 years. There is a double standard because only one sector is being persecuted while the other benefits from impunity.

 I understand that the silence of human rights organizations is justified by their desire to act without being terrorized, prosecuted, or threatened. But at the same time their silence is a defeat and a setback that is difficult to reverse. These organizations think that by not defending controversial cases they will be allowed to continue their work in peace, which I think is a mistake. They will be “terrorized” regardless, and I worry that this self-censorship will further restrict the fight against impunity in a context where anti-democratic ideas and the extreme right are only gaining presence and legitimacy in the Peruvian public sphere. We can see that this is also happening in Europe and the US! With terruqueo, not only do you end up dehumanizing the other, the defeated ex-combatant of Shining Path or MRTA, but also their relatives who end up excluded from the national community, “de-citizenized” or “de-Peruvianized.”

 One must also take off their Lima glasses. In Ayacucho there is a strong awareness of how people’s pain is being manipulated by the boogeyman of terrorism. Nobody there forgets the tremendous massacres perpetrated both by Sendero Luminoso and the Armed Forces.

Emily Fjaellon Thompson: Second, you identify a still-present dichotomy between “deep Peru”,  embodied by the Andes and “official Peru”, embodied by the coastal capital of Lima (91). You argue that much of 20th century anthropology falls into categorizing “lo andino” as a monolith but also caution against the opposite impulse to dismiss any cultural specificity and neglect the representations, knowledge, and social and religious practices that are characteristic of the region (121). How might the lens of anthropology complicate these binaries? How do you see your own work intervening in these conversations?

Valérie Robin Azevedo: The internal armed conflict was, in effect, an important epistemological turning point in ways of thinking and doing anthropology in Peru in the 20th century. Faced with this new research object –war– the structuralist and culturalist paradigms applied to the study of the “Andean world,” which had focused on religion and specifically the search for a millenarianism, were unable to analyze the accelerated massive social changes that the national society (especially the peasantry since the 1960s) was experiencing. Incapable of analyzing the internal armed conflict, these theoretical models were criticized until the early 1990s, when “Andeanism” emerged within the framework of postmodern American “deconstructionism” then in vogue, and heated debates erupted within the academic community of Peruvian anthropologists. In the late 1990s and 2000s effective ethnographic methods become possible again thanks to a return to the field. This involved new approaches and rich perspectives that renewed the themes and reflexive approaches of anthropology in the Andes. In Peru, the “Indigenous problem,” concerned with the construction of national identity since the nineteenth century, resurfaced in the context of the war even when a certain anthropological view that opposed the “West” and “the Andes” rendered it unsustainable. After a long process of conversion, the role assigned to anthropology as a discipline that studies the “traditional” dimensions of “Andean culture” finally changed (Sandoval). With the spread of long-term fieldwork, Andean anthropology in the new millennium was renewed in terms of illusions of a fantasized Andean world, free from essentialism and also from postmodernism.

The idea then is to not fall into extremes; neither the culturalist, utopian vision that fantasizes more than it reads the Andean world, nor the deconstructionist postmodernist position, whose point of view is instructive but does not carry out fieldwork, provides little attention to what actors do and say, and is ultimately blind to the internal socio-cultural processes that structure social life in concrete terms. In the context of the CVR’s work, certain memories of the war that were too far removed from any judicial and political use were often neglected by the personnel sent to collect testimonies. Narratives that reinterpreted the past in cultural terms could not obtain the same recognition as “truer” testimonies

 As of the second half of the 2000s, some of the memories of the conflict – preposterous from the judicial perspective or from human rights defenders – began to be valued and enabled us to understand, in a different way, how Andean populations look at their past and manage to reintegrate it into an experience that makes sense to them. And this is where anthropology plays a key role. For example, the beautiful study by Arianna Cecconi on the role of dreams in remembering the armed conflict highlighted the use of the dreams as a cultural modality for the management of grief in the Andean context where dreams and their interpretations constitute an important and valued social activity. Some residents continue to suffer after the war and “receive a visit” from the souls of their deceased in dreams as a kind of soothing support. For my part, I inquired about the meaning of memories of the war based on stories about miraculous apparitions and the heroic role of the patron saint of Huancapi, considered by his devotees as their protector during the war.

I make my own criticism of this culturalist interpretation of the Andean world and ultra-relativist positions. However, postmodern “deconstruction” poses other problems. While it has the merit of following a thoughtful approach to anthropological practice, it risks having chilling effects on future research, offering few concrete alternatives. Even given the postmodern critique of “ethnographic authority,” a return to field studies is key now that fieldwork is possible again. Therefore, although it is important not to adopt an approach that gives excessive value to the “Andean culture”, we must also avoid falling to the opposite extreme, dismissing any cultural specificity and neglecting the characteristic social and religious representations, knowledge, and practices of the region. And this is precisely what I tried to do in my work on peasant memories in Ayacucho.

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